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Hoy, la luz de vela hace las veces de faro, que siempre ilumina la ruta a casa; y es por eso que se encienden, para que, al volver, encuentren el camino que les traiga a sus destinos.
Poner el altar, en mi familia, es una tarea que me adjudiqué tal vez a mis cinco o seis años, y desde entonces he atendido con amor cada año.
En aquellos días, en casa de mis padres se ponía para un listado de personas desconocidas para mí, con excepción de la bisabuela Joaquina, aquella mujer delgada, pequeña, de rostro arrugado y largas trenzas a quienes visitábamos con frecuencia y que, a mis tres años, con un siglo de edad más que yo, ella organizó su entierro, su herencia y rezos para despedirse de este plano. Esa fue la primera vez que fui a un novenario, me impresionó la majestuosidad del altar, las cortinas de papel picado, me atrapó el aroma de las flores, las velas, el incienso y sí, también de la comida y el alcohol que se distribuían con tal abundancia a lo largo y ancho de la calle de negritos, donde ella vivía, tal cual si fuera una macro fiesta de pueblo.
Y sí, para la mayoría de la mexicaneidad, la muerte es una fiesta cada año, en estas fechas en las que esperamos la visita de nuestros seres amados, es una fiesta casi siempre, con excepción del triste día en que nos toca despedirnos, con la esperanza o no -dependiendo las creencias- de un reencuentro.
La interculturalidad actual nos hace convivir entre el Halloween, los desfiles por las calles del país de catrinas y catrines que, lejos de ser una tradición nuestra, es una idea retomada de aquella película del 007; la calaverita, el pan de muerto, los dulces de pepita y calabaza, los tamales, los altares de todos tipos y tamaños, así como la diversidad de montajes escénicos y las tradicionales calaveras que, al ritmo de los versos, hacen gala de nuestro humor.
Un año antes de mi nacimiento partió mi Abuelo Carlos, a quien conozco por pláticas y de quien heredé la creatividad, la vocación, la capacidad de improvisar para salir a flote ante cualquier situación y el alma bohemia. Más pronto de lo que hubiera querido, la muerte se encargó se sumar nombres a aquella lista de seres amados para quienes año con año dispongo el altar, comenzando por mis perros: Wendy, Chiquis, Mayka, Gooffy, Wagner, Mayhka, Blacky, Sabina y Yara, a quienes espero siempre con agua, croquetas, premios, sus collares, placas y una pelota.
Años más tarde, a ellos se sumó mi Abuela Cristina, a quien siempre espero con el whisky, que le regule la presión, un tamal ranchero, el rosario con aroma a palo de rosa, que me heredó en vida y que está bendito por Juan Pablo II; su rodillo, azúcar, harina y vainilla, para que haga lo que más amaba: cocinarnos postres. Siguió mi tío Mauro, a quien esta vez le puse fruta, chocolates y un tequilita para brindar: “que esto que lo otro, salud, que la casa pierde y la plática no emborracha”; para tío Nacho y mi Abuela Judith: licor de nanche, elaborado hace más de 10 años por él; ron con coca para mi Padrino Manolo y para mi madrina Rosy, siempre dulces; para Ángel Landero nuestro típico vodka al ritmo de “fondo, fondo, fondo…”; para mi Abuelo Mauro, crema de cacahuate, pepitas y un vaso con leche; a Rafa Velázquez, una cubita y sí, para todos ustedes, las cartas, para que se arme la partida del “Chingar al vecino”.
Este año se suman tres personas más a mi altar: a Héctor Luis Galindo le espero con un tinto español y jamón serrano; a tío Francisco con el Kindle para que disfrute la lectura y, para Yovas, como siempre le dije, chocolates Lindor, su perfume favorito: “Amor Amor” y, al caer la noche, un esquite…
Y para ti, donde quiera que te encuentres, siempre café, tu paliacate, nuestro tequila, “aunque sea del corriente” y mi amor por siempre.
Hoy, la luz de vela hace las veces de faro, que siempre ilumina la ruta a casa para mis muertos, que están más vivos que siempre, a quienes, una vez más, espero con música y amor para nuestro encuentro.
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