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Esa tarde fría en Sarajevo —el termómetro de mi teléfono marcaba 2 grados— me senté en un restaurante del número 12 de la calle Prote Bakovi?a. Dunja, una amiga periodista me había dicho que en “Dveri” se podía comer de lo mejor. Prueba de entrada una porción de “ajvar”, preparado con pimiento rojo, berenjena, ajo y pimienta; de plato fuerte pide el filete Dveri. Te aseguro que no te arrepentirás, enfatizó.
Mientras tomaba una taza de café —kafa en bosnio— y disfrutaba un dulce de leche y plátano —slatko mlijeko i banana sa ili bez meda, leí en la carta— también le pedí a mi traductor que me leyera una presentación del restaurante en la carta, donde decía palabras más palabras menos que se trataba de “un restaurante que saca al comensal de la duda de haber llevado sus sentidos al lugar indicado… Uno de esos lugares donde llegas como invitado, te vas como conocido, regresas como amigo”. No tenía ninguna duda.
Mientras le daba sorbos a mi café para quitarme un poco el frío, pensaba en Zlatko Dizdarevic, un periodista del que escuché hablar, emocionado, a Javier Darío Restrepo hace varios años cuando en la casa del Consejo Episcopal Latinoamericano y Caribeño (CELAM) en la Avenida Boyacá 169D-75 de Bogotá, Colombia, nos daba un curso a periodistas católicos de todo el continente. A mi me había enviado el padre José Juan Sánchez Jácome, para entonces portavoz de la Arquidiócesis de Xalapa en tiempos de don Sergio Obeso Rivera.
“Zlatko Dizdarevic —dijo el colombiano— supo que su periódico era más necesario que el pan el día en que los guerreros lo incendiaron. Liberación era el único periódico que se publicaba en Sarajevo, y a pesar de la destrucción total de sus equipos e instalaciones, al día siguiente del incendio circuló como de costumbre y aunque los ejemplares se vendieron al doble de su precio, la edición se agotó en manos de lectores que apenas si tenían el dinero suficiente para comprar pan”.
“¿Y cómo se explica que un periódico pueda llegar a ser más necesario que el pan? le pregunté a Zlatko”, nos dijo el autor de “El zumbido y el moscardón”. Y añadió: “El me respondió con la misma seguridad con que se formulan los axiomas o las verdades rubricadas por la experiencia: ‘porque en las crisis la gente puede vivir sin pan, pero no sin esperanza’”. Su frase nos taladró en el pensamiento esa tarde bogotana y me seguía taladrando esa tarde sarajevense.
Pensé que, en efecto, la esperanza era la fuerza motora de los seres humanos. Caminamos y vamos hacia adelante porque esperamos, porque creemos que hay algo más, allá en el horizonte. Me imaginé a Zlatko Dizdarevic y a sus compañeros periodistas escribiendo para alentar a la gente de que el amanecer podría traer algo mejor que las bombas, el polvo, el hambre y la destrucción.
Con la esperanza, pensé también, mientras terminaba mi café, se puede engañar, se puede alentar la demagogia. Por eso, creía más en la idea de Gabriel Marcel de que la esperanza es una fuerza vital que nos lleva al “misterio”. Esperar no es estar quieto, me dije a mí mismo. Esperar es caminar, es buscar, es ir hacia algún lado, deseoso de encontrar algo. Terminé mi café y caminé hacia la avenida Saraci, buscando la avenida Obala Kulina Bana con el deseo de caminar a orillas del río Miljacka para ver caer la tarde.
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