02 de Febrero de 2025
Entorno Político | OPINIÓN
Domingo 02 de Febrero de 2025 | 11:33 a.m.
Miguel Valera
Miguel Valera
Relatos dominicales
No sabía que las palabras escritas pudieran decir tanto

La conocí en La Isleta, una comunidad del municipio de Otatitlán. Sergio, un amigo sacerdote católico me invitó a una misión de evangelización. “Mira, me dijo serio, tomándome del brazo. Quizá te parezca raro lo que te voy a decir, pero esta gente es difícil de convertir. Muchos siguen creyendo en dioses antiguos. Si podemos ayudarles a vivir mejor, ya cumplimos nuestra misión; sólo hay que decirles eso, que nuestro Dios quiere una vida mejor para ellos”.

Yo, que en esa época ya era creyente del ecumenismo, respetuoso de las variadas expresiones religiosas que había en el mundo —salvo de las que atentaran contra la dignidad de las personas— me sentí contento con su instrucción. Él era un viejo sacerdote, curtido en mil batallas y yo apenas un estudiante que deseaba conocer el mundo. 

Así, con esa recomendación caminé por ese pueblo que amaba a un Cristo negro que había llegado por el río Papaloapan y que estaba resguardado en el templo de San Andrés. Luego de conocer la calidez de la gente de Otatitlán caminé en sus pequeñas comunidades como “El Peladiente” —su nombre me daba mucha risa—, Jesús Ureta, La Conchita y La Isleta. 

Fue en esta última que conocí a María José, una joven hermosa, de rostro brillante, espigada, de piel canela —como dice la canción de Bobby Capó que tan famosa hicieran Los Panchos— y con unos ojos negros, de mirada profunda. Vivía prácticamente sola, ya que sus padres habían desaparecido, aunque tenía de vecinos a un par de ancianos que estaban muy atentos de ella. No puedo negar que su naturalidad y simpatía me conquistaron. 

En mi primera visita le pregunté de sus estudios, pensando que había cursado al menos la primaria o la secundaria. Me dijo que no había ido a la escuela, que no sabía leer y que lo único que contaba eran las gallinas, los huevos y las verduras que vendía en la cabecera municipal. ¿No te gustaría aprender?, le dije y con esa sonrisa luminosa, brillante, me dijo que sí.

Empecé con el abecedario que le fui mostrando en un catecismo que llevaba en mano y con hojas sueltas de una libreta en donde solía anotar detalles de los pueblos que visitaba. Un viejo maestro me había dicho que el “método fonético” era el mejor y así procedí. Las letras y sus sonidos engarzados los fui relacionando con el mundo en el que ella vivía: pa-to, co-co-drilo, pan-ga, Cris-to ne-gro. Aprendió muy rápido.

La primera frase entera que leyó fue de un libro que cargaba en mi mochila, Las aventuras de Tom Sawyer, de Mark Twain. El día que terminó el primer parrafito, se emocionó sobremanera: “La mayor parte de las aventuras relatadas en este libro son cosas que han sucedido: una o dos me ocurrieron a mí; el resto, a muchachos que fueron mis compañeros de escuela”.

Emocionada, corrió a abrazarme, a pesar del rubor de mis mejillas. “Yo sé que a ustedes no los podemos abrazar”, me dijo, sabiendo mi condición de religioso, “pero no pude evitarlo”, señaló sonriente. A partir de ese día María José no pudo parar. Se convirtió en una lectora voraz. Quería leer de todo. Se leyó el catecismo completo y pasó a algunos otros libros religiosos y sobre todo a cuentos y novelas que le fui acercando. 

El día que me despedí de ella me volvió a abrazar. Esa vez fue un abrazo largo, profundo, que me cimbró. No pasó nada, desafortunadamente, pero me tocó el rostro con mucha calidez y me dijo algo que hasta la fecha recuerdo: “no sabía que las palabras escritas pudieran decir tanto; gracias por enseñarme este camino, gracias por abrirme esta ventana al mundo”.

*** Las ideas y opiniones aquí expresadas son responsabilidad exclusiva del autor y no necesariamente reflejan el punto de vista de Entorno Político.

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